Observaba el cielo de Diciembre desde mi habitación, sentada en la silla del escritorio. Soñadora, recordaba tiempos remotos a aquella tarde, cuando alguien se encargaba de mí, cuando yo no tenía que encargarme de nadie. Recordé a mis padres. Recordé la risa melódica de mi madre, recordé la voz profunda de mi padre. Recordé a mi abuelo. Su pelo blanco, sus arrugas, su sonrisa alumbrando su cara en cada momento. Como extrañaba todo aquello...
-
¡Laura! ¡Laura!
¡Vamos al parque! ¡Laura!
Amanda estaba
corriendo en dirección a mi habitación. Podía oír sus pequeños pies golpear
contra el suelo, su dulce voz llamándome impaciente.
-
¡Laura! Ya estoy
vestida, ¿ves? ¡A qué soy lista, a qué sí! ¡Y yo sola!
Le dediqué una
sonrisa y asentí con la cabeza.
-
Ve a traer las botas
para que te las ponga.
Amanda salió corriendo hasta su habitación para traerlas. Cuando nuestro
abuelo todavía nos cuidaba siempre íbamos juntos al parque. Y, aunque nos
dejase hacía ya un año, nunca abandonamos la tradición.
Mi pequeña hermana llegó corriendo con las botas de agua azules que
tanto le gustaban. La subí a la cama y se las puse, mientras ella me contaba lo
que haría hoy en el parque con sus amigas. Mi cabeza estaba lejos de sus
explicaciones, pero fingí mucho interés para que no se enfadase. Cogí el peine
del tocador y arreglé su pelo dorado como el Sol, mientras sus ojos, verdes
como un pedazo de vidrio, se clavaban en mí.
Era idéntica a mi madre. Cada rasgo, su cabello, sus ojos, sus labios
rojizos. Todo en ella era armonía. A mí, en cambio, siempre me habían dicho que
era la viva imagen de papá. Mis ojos eran marrones, mi cabello rojizo. Mis
rasgos eran más definidos, mientras que los de mi hermana eran suaves.
-
¿Nos vamos ya? — preguntó con inquietud.
-
Venga. — respondí con desdén.
Caminé de la mano con Amanda. A mi cabeza vino el accidente de mis
padres, y supe que sería lo único en lo que podría pensar durante la tarde. Fue
cuatro días antes de Navidad, hace años. Papá iba conduciendo. No recuerdo
demasiado de aquel día. Recuerdo ir en el coche, con Amanda, que de aquella
tenía tan sólo un año. Recuerdo que había mucho tráfico porque todo el mundo
quería comprar regalos. Recuerdo que nuestro automóvil chocó con otro. Luego
nos salimos de la carretera. Y ya no recuerdo más. Lo siguiente que recuerdo
fue estar en un hospital, con el abuelo a mi lado, cubierta de moratones. Papá
y mamá murieron. Amanda y yo no.
-
¿Qué es la Navidad?
Su pregunta me
sobresaltó. Guardé silencio unos instantes.
-
Hum... Bueno...
Navidad es la celebración del nacimiento de Jesús, hijo de María. En ella...
-
¡No! — me interrumpió. — Eso es por qué se
celebra. Yo te pregunto qué es.
Me encontré confusa y desconcertada. Amanda era una niña terriblemente
inteligente para ser tan pequeña. Carraspeé. No sabía qué decir realmente.
-
Ni idea.
-
Pues yo sé qué es.
-
Oh... ¿en serio? ¿Y
qué es?
-
No te lo puedo decir.
Lo tienes que averiguar tú.
Llegamos al parque. Amanda fue a reunirse con sus amigas, y yo me senté
en un banco sin quitarle ojo de encima. En eso consistía ser tutora legal, en
cuidar, criar, actuar. En querer. Si nuestro abuelo se hubiera ido un poco
antes yo no habría llegado a ser tutora. Tenía 18 años y cinco meses cuando mi
abuelo falleció. Un poco antes, sólo un poco y nos habrían separado los
asistentes sociales. Pero no, yo nunca habría dejado que nos separasen. Nunca.
Sin padres, sin abuelo. Amanda era lo único que me quedaba y nunca
dejaría que me apartasen de ella. Sin ella la vida dejaba de tener sentido. Sin
ella no tendría motivos para luchar, motivos para seguir, motivos para existir.
Al día siguiente era Navidad. Nochebuena era un día frío, distante. Mi
abuelo nos habría despertado con un villancico a cada una. Y si nuestros padres
estuviesen aquí, nos habrían despertado con cosquillas. Aunque Amanda no lo
recordase. Aunque a mí a veces me llegó a resultar molesto. Ahora habría dado
cualquier cosa porque estuvieran aquí.
Recordar la Navidad de tiempos pasados era extraño. Era como si cada
festividad pasada fuera sacada de un libro diferente, como si no fuera mi vida
de la que habláramos, sino la de un personaje ficticio.
Salí de mi cuarto para despertar a Amanda, pero la encontré en su
habitación despierta, dando saltos encima de la cama. Estuve a punto de reñirla,
pero lo pensé mejor y me senté en frente suya a observarla. Verla tan feliz y
tan pura me hacía muy dichosa.
Llegó la noche entre comidas, cenas y preparativos. Amanda parecía muy contenta,
y me transmitía su alegría. Vimos la televisión un rato, Amanda dejó galletas y
leche para Papá Noel y luego se quedó dormida en mi regazo. La subí a su
habitación, y tras acariciarle la mejilla durante unos minutos, bajé a poner
los regalos. Coloqué cada paquete delante del árbol. Empecé a contarlos para
asegurarme de que no se me había olvidado nada. Estaban todos. Las muñecas, los
peluches, los vestidos.
Justo entonces me percaté de que había dos paquetes al otro extremo del
árbol.
Extendí mis brazos y rocé la pegatina. “Para Laura”. En el otro paquete fui capaz de leer “Para el Abuelo”, con las típicas faltas
de ortografía de una niña pequeña.
Amanda. Amanda nos había hecho regalos a pesar de que uno de los dos ni
siquiera estuviera ya aquí. Quise abrirlos, pero tenía que aguardar. La
tradición decía que debía de ser en Navidad.
Uno de los trabajos presentados. |
Al día siguiente Amanda entró a mi habitación como una loca gritando que
era Navidad. Bajamos corriendo para abrir los regalos. Amanda seguía eufórica.
Yo contenía la emoción. Amanda me había hecho una postal navideña con algodón y
ceras. Leí: “Para la mejor hermana-mamá del mundo” Contuve la respiración mientras intentaba que las lágrimas no cayesen.
-
¿Abrimos juntas el del abuelo? — preguntó ante mi sorpresa.
Asentí. Nos
abalanzamos sobre la caja arrancando el papel ansiosamente.
Una foto. Una foto enmarcada de Amanda, el abuelo y yo. Mi hermana
pequeña, que de repente me pareció cinco años mayor, me explicó que la
profesora les había pedido una foto de algo que les gustara mucho, y habían
hecho marcos con cartón, papeles de colores y, cómo no, macarrones. Era un
marco rosa con macarrones y purpurina, pero era lo más bonito que yo había
visto en mi vida. En una exhalación le pregunté a Amanda:
-
Amanda, ¿qué es la Navidad? He pensado mil veces sobre ello y sigo sin
saber la respuesta.
-
Pues... para mí la
Navidad eres tú. Es mamá y papá. Para mí la Navidad son mis amigas del parque y
mis amigas del cole. Para mí la
Navidad es mi profesora Mónica porque siempre es buena conmigo. Y... — cogió la fotografía, y subiéndose a un sofá a la vez que se ponía de
puntillas la colocó en un estante. — Para mí la Navidad es el abuelo. ¡Para mí la Navidad son todas las
personas a las que quiero!
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