La
vorágine de un mundo en constante cambio me mandó al paro. Llevaba varios años
como locutor en una radio local. Mis oyentes me querían. Yo quería a mis
oyentes. Un día el jefe de la emisora dejó de quererme.
Aguanté
un año rascándome el ombligo con la excusa de la cualificación. Luego otro año
de histeria en busca de un trabajo dentro del gremio. Al año siguiente empecé a
desesperarme.
Entonces
Trini, mi pescadera de toda la vida, me aconsejó ampliar el horizonte:
-
El mundo no se reduce
a espurrear salivazos en la alcachofa de un micrófono — dijo.
Las
máximas filosóficas de Trini se apoyaban en la sabiduría inmaterial que
atesoran los puestos de mercado. No obstante, a Trini le gustaba acompañarlas
con soporte físico. En este caso, un papel de estraza con olor a pescado y una
dirección escrita.
-
Pásate por allí.
Necesitan butaneros.
Así fue
como mudé de trabajo: desde la fuerza de las ideas con las que me ganaba la
vida en la radio, a la fuerza de las manos con las que poder asir las bombonas
de butano.
La empresa me asignó un compañero, una camioneta y ciento cincuenta
bombonas diarias. Sueldo fijo y un plus por cada bombona. Las propinas
directamente al bolsillo. Con todo, apenas se sacaba un sueldo para vivir.
Me tocó una zona de reparto extramuros de la ciudad. Los bloques de
viviendas apenas rebasaban las cuatro plantas y carecían de ascensor. Subir a
gañote las bombonas resultaba duro. La zona también incluía un poblado de
chabolas conocido como El Charco. Algunas de esas chabolas contaban con una
rudimentaria instalación de gas. Ninguna de ellas pasaría la inspección
obligatoria que nuestra empresa estaba obligada a realizar. Nadie decía nada.
Yo tampoco.
Mi empresa dependía directamente de una gran petrolera. Una
multinacional que ganaba dinero a espuertas a pesar de la crisis. Pero ellos
seguían poniéndolo todo negro para mantenernos acojonados. El jefe de mi
sección se llamaba Gálvez:
-
La inestabilidad
política en el África nos encarece la extracción del gas —explicó un día—. La libertad que reclaman esos pueblos vamos
a tener que pagársela nosotros de nuestro bolsillo.
Con esta espuria justificación despidieron a varios conductores para
reducir costes. Entre ellos a mi compañero, un veterano combado de espalda por
el trabajo. Ahora debería yo conducir la furgoneta, aparcar, vociferar la
presencia del butanero y subir a pulso las bombonas. La llegada de la Navidad
complicó aún más las cosas. El frío invierno y el consumo por estas fechas
incrementaban la demanda. Me resultaba imposible abarcar la zona. Gálvez
encontró la mejor solución para los intereses de la empresa:
-
Mientras dure la
campaña de Navidad, El Charco se quedará sin reparto. Hay que priorizar a
nuestros clientes tradicionales.
Ese año, el calor de la Navidad no llegaría a los más pobres de entre
los pobres...
La jornada del 24 de diciembre se consideraba en la empresa jornada de
reparto intensivo. Nadie quería quedarse sin bombona para la cena de
Nochebuena. Gálvez nos apretó las tuercas y nos hizo trabajar a destajo. Nos
obligó a cargar las bombonas en la camioneta unas encima de las otras. La
camioneta debía regresar con bombonas vacías.
Me dirigí a mi zona de reparto. Pasé junto al poblado de chabolas y
ralenticé la marcha. Presentaba un aspecto aún más destartalado que en días
anteriores. La techumbre de algunas chozas se había venido abajo por las
nevadas. Los habitantes improvisaban una cuadrilla de obreros y trataban de
restaurar las techumbres. La Nochebuena se presentaba fría, con temperaturas
bajo cero. Alguien me gritó desde el poblado. Una mujer con un bebé en los
brazos. Gesticulaba y gritaba muy fuerte para llamar mi atención. Enseguida
salieron de las casuchas otras mujeres y se sumaron al griterío. Habían visto
la camioneta de reparto. Los aspavientos fueron a más. Las mujeres vociferaban
con todas sus ganas. Querían gas, querían las bombonas llenas, querían calor
para sus familias. La cuadrilla de hombres dejó el tajo y se acercó a la
carretera en busca mía. Aceleré la marcha y mi camioneta pasó de largo antes de
que me pudiesen alcanzar.
Llegué a la zona de los bloques donde debía repartir las bombonas. En la
parada del semáforo un joven negro disfrazado de Papá Noel se acercó a mi
ventanilla y me ofreció sus pañuelos de papel. Le comenté la incongruencia de
que un africano negro como el carbón tuviese que disfrazarse de un paliducho
finlandés para poder ganarse la vida.
-
También usted parece
que vaya disfrazado —dijo.
Observé mi uniforme naranja. El joven se encontraba en lo cierto. La
empresa me colocó este disfraz el mismo día que firmé el contrato. La empresa
necesitaba uniformarte para que entendieras que ya eras uno de sus soldados.
Entonces defenderías sus intereses por encima de todo. El semáforo cambió a
rojo y se escucharon pitidos de los otros conductores. Gálvez dijo que las
miserias de la gente terminarían pasándonos factura. Los conductores de atrás
se impacientaron.
-
¡Si de verdad eres
Papá Noel y no un negro disfrazado, sube a la camioneta y ayúdame a repartir
gratis el jodido gas! ¡TU JODIDO GAS! —le grité al joven.
-
¿Mío? —preguntó extrañado.
-
El gas de estas bombonas lo sacan
de tu país. ¡Sube antes de que se cabreen los conductores! ¡El calor de la
Navidad llegará hoy a las gentes de El Charco! ¡Invita Papá Noel!
-
¿Se ha vuelto loco?
¿Habla en serio? —preguntó con las pupilas dilatadas.
-
Sabes que sí. ¡Sube
de una puta vez!
Las
crónicas periodísticas de los días posteriores informaron de que una banda
organizada robó una camioneta de reparto de butano y se dio a la fuga
aprovechando el trasiego típico de las fiestas navideñas: “Los asaltantes actuaron disfrazados en todo momento para dificultar su
identificación. No obstante, la policía cree que los delincuentes residen en el
poblado marginal conocido como El Charco”.
-
¡Es usted un cabrón! —me gritó Gálvez. Me
custodiaban en el cuarto de seguridad donde la compañía lavaba sus trapos
sucios—. ¿Se ha creído que somos una ONG?
¿Cómo se le ocurrió regalar las bombonas? ¡Se le va a caer el pelo!
Gálvez se
encontraba descompuesto. Llegué a sentir pena por él. La empresa jamás le
perdonaría que un escándalo así se hubiese producido en su sección. Rodarían
cabezas. La suya la primera. Él lo sabía y por eso intentó cubrir el escándalo
simulando un robo.
-
¡Cómo le ha podido
hacer algo así a la compañía! —balbuceó ya sin tensión, tratando de
encontrar en mis ojos una chispa de locura que tranquilizase su conciencia.
-
Un negro me engañó —dije extraviando la
mirada—. Decía que el gas de las bombonas
era suyo. ¿Sabe usted algo de eso, Gálvez? Bueno, qué más da. De no ser por
Papá Noel las bombonas se hubiesen quedado en la furgoneta. Pero Papá Noel se
empeñó en que el calor de la Navidad llegase a esos chiquillos. Y luego ese
jodido negro, erre que erre, que si el gas se lo habíamos robado a él... ¿Por
qué me mira así, Gálvez? ¿Sabe de lo que le hablo?
Miguel Ángel Gayo Sánchez.
1º premio Relatos de Navidad Astorga 2013. Cat. Adultos.
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