Para muchos, la Navidad es la mejor época del año. Para mí también lo
era. Las luces y lo sitios corrientes desprendían magia, una magia que pocos
entendían, y ahora yo entiendo por qué. De niño las cosas son fáciles, pero a medida que el tiempo pasa todo
se complica poco a poco. Ya no vienen los Reyes Magos ni Papa NoeI, y el año
que empieza únicamente es un año más. Todo se vuelve real, y nadie se
da cuenta que vivir en la ficción nos ahorra dolor.
Las paredes blancas me ahogaban como si fueran una soga alrededor de mi cuello, los
tubos que rodeaban a mi hija me oprimían contra el suelo, y el suelo me
sujetaba de pie. Hacía tiempo que no creía en la Navidad, y es que realmente
tampoco tenía razones... Creer, ¿qué significa esa palabra cuando la esperanza
está casi perdida? La lucha entre la razón y el corazón nunca había tenido
mayor sentido que en aquel instante. Mirar por la ventana ya suponía un inmenso
esfuerzo. Fuera, las calles estaban adornadas, y la gente paseaba en familia
con gorritos y bufanda, dándosela de felices, buscando comida para la cena de
navidad o regalos para los pequeños de la casa mientras un mendigo les rogaba
unos céntimos con los que poder llevarse algo de comer a la boca, y lo que
hacían era pasar de largo. ¡Qué hipócritas! Hipócritas por tener unas
prioridades que de poco sirven cuando te encuentras sin nada.
El cielo nocturno estaba iluminado con miles de estrellas, estrellas que
hace tiempo observaba con mi pequeña en el regazo, contagiado por la ilusión
que la embargaba y que denotaban sus hermosos y grandes ojos. Sus pequeñas
manitas sostenían un globo de helio dorado que habíamos comprado a la vuelta de
la esquina de la calle Pianueva, y que ella había soltado.
-
¿Por qué has hecho
eso Vanesa? - le pregunté
-
Quería que mamá
también tuviera su regalo de Navidad - me dijo sonriendo.
No pude hacer más que abrazarla. Abrazarla porque era todo lo que me
quedaba. Abrazarla por mí, y por todas las
veces que a Raquel, su madre, le hubiera gustado.
Y ahora aquí estaba de nuevo, pensando en recuerdos vividos mientras
miraba una cama de hospital con mi hija sobre ella en estado vegetal, con
respiración asistida... Pero yo sabía que podía escucharme, yo sabía que no
estaba todo perdido, aunque, ciertamente, me costaba no darlo todo perdido. En
estos casos nunca se sabe, o al menos eso dicen.
Y entonces ocurrió. Apretó mi mano derecha. Aquella que había soñado
tantas veces que apretaba. Apretó sus
párpados, y lentamente, costándole hacerse a la luz, los fue
abriendo. Verdes. Sus grandes ojos verdes. 25 de diciembre, su mirada se clavó
en mí.
De repente, me sentí atado a la
vida de nuevo. Me sentí pleno y feliz, y antes de avisar a los doctores la comí
a besos. Navidad. Navidad de nuevo.
-
Papá... - susurro - ¿Vio
el globo mamá?
-
Claro pequeña, claro
que lo vio. Le gustó tanto... - respondí sonriendo entre lágrimas de
felicidad
-
Te quiero papá
-
Te quiero Vanesa
Y eso era ella; era el mejor regalo de navidad que nadie podía haberme
dado nunca. Un regalo, que me había sido quitado; pero al fin y al cabo
devuelto en Navidad.
Nerea Arrojo Fernández
4º de la ESO. Colegio Luisa de Marillac
Miranda de Avilés (Asturias)
No hay comentarios:
Publicar un comentario