La joven pareja se mudó
a una de las casas de nuestra urbanización un veintiuno de diciembre, fecha que
recuerdo perfectamente porque él guardaba cierta semejanza con el actor cuya
foto ilustraba una de las noticias del periódico de ese día. (Al parecer, tras
su última película, el hombre había recibido tantas amenazas de
fundamentalistas que, por el bien de su mujer embarazada, habían decidido
abandonar su domicilio).
Su correspondencia
llegaba dirigida a nombre de José D. Nazario, y la primera vez llamé al
timbre para entregársela en mano.
¡Ding-dong!
Tras presentarme como
el cartero de la urbanización, le advertí sobre lo conveniente que sería que
colocase en el buzón los nombres completos de cada uno de los residentes, pero
debió de olvidarse. No conseguí averiguar a qué correspondía la inicial, ni el
nombre de su mujer más allá del Mari con el que se presentaría poco después. No
me importó porque imaginé que no se quedarían mucho tiempo en una casa tan
necesitada de reparaciones. Sin embargo, el hombre resultó ser todo un manitas,
en especial con la madera.
Aquel primer encuentro
—cuando les sugerí que colocasen la
tarjetita en el buzón y no me hicieron caso ni yo me ofendí por ello— tuvo
lugar un lunes por la mañana, a eso de las doce y cuarto porque ya había tomado
el sol y sombra que nunca perdono en el Romanos. Me sorprendió ver un coche
aparcado frente a la casa de los Portel, deshabitada desde que la viuda pasase
a mejor vida hacía año y medio. Doña Belén era una señorona de las de antes,
grande y del tono pajizo de las que fueron rubias. Alguna vez me invitó a
entrar para tomarnos unos chupitos, y la última acabamos retozando sobre un
diván tan estrecho que a ella se le descoyuntó la cadera. La eventualidad la
experimenté como un alivio porque lo mío con la carnalidad es patológico:
simplemente no me llama. A veces, como entonces, me obligo, pero no hay manera
de excitarme. Mi esposa dice que soy asexuado y no le falta razón. Desde ese
lamentable episodio me sucede que a menudo la imagino con unos hermosos cuernos
sobre la cabeza, lo que unido a su sobrepeso provoca que la asocie a aquellas
vacas orondas de mi infancia pueblerina. Y es que yo soy muy visual, y la
imaginación puede jugarme esas malas pasadas. Pero que conste que la quiero
mucho.
Mari asomó por la
puerta principal con ambas manos rodeando un bombo prominente. Entonces les
anuncié que el bebé iba a ser el primero que naciese en la urbanización. Pues
habrá que celebrarlo, recuerdo que dijo él posando su mano delicada sobre mi
hombro, a lo que añadí que mi señora y un servidor estaríamos encantados de
visitarlos a la vuelta del hospital. Nada de hospitales, exclamó ella
sonriente. Su rostro brillaba con la tersura de las primerizas. Reconocí mi
ignorancia sobre las bondades del parto natural en casa y me despedí tras
repetirles lo especial que sería su niño.
Mi mujer preparó un
plato de leche frita y sugirió que los visitásemos la tarde del Día de
Nochebuena para darles la bienvenida oficial a la urbanización, felicitarles
las fiestas y husmear un poco en sus vidas.
Si ahora cuento todo
esto es por lo sucedido esa noche. Mi mujer, tan emperifollada como de
costumbre, sujetaba con los dedos índice y pulgar de su mano izquierda el
cordoncito que ataba la bandeja con los dulces, y con la derecha mi brazo.
Tardamos más de los cinco minutos que llevaría el paseo en condiciones normales
porque los zapatos de tacón le mancaban el juanete. Desde la distancia comprobé
que había un segundo coche aparcado frente a la casa de los Portel (quiero
decir de los Nazario), y así se lo anuncié a mi mujer, quien se limitó a mugir
de dolor (quiero decir a gemir).
¡Ding-dong!
Abrió la puerta él y
dijo: «Pasad, pasad».
Al entrar la vimos, a
la mujer pariendo sobre una manta en medio del salón, asistida por una vieja de
rostro alargado y paletos enormes.
-
Hola, soy José - dijo el hombre
plantándole dos besos a mi esposa. Luego señaló hacia el alumbramiento, le
colocó una toalla sobre el antebrazo y añadió: - ¿Te importaría dársela a la comadrona mientras yo voy a por el agua
hirviendo?
Mi mujer me entregó la
leche frita y el abrigo de pieles, se descalzó hecha un flan y corrió hacia las
mujeres. En cambio yo permanecí anclado al hall en mi función de perchero.
Al cabo de dieciocho
minutos oímos el llanto. Mi esposa, con varios desgarrones en las costuras del
vestido que dejaban entrever la faja, llegó hasta mí.
-
Gabi, es un bebé precioso —decía traspuesta,
mirándome con los ojos acuosos e iluminados—. He decidido que voy a hacer el cursillo de comadrona.
Luego me abrazó con su
fuerza taurina y regresó trotando a sus quehaceres, mientras yo continuaba
allí, de pie, rumiando mi culpabilidad por no haberla podido hacer un hijo.
El hombre, también
emocionado, me sacó de mi ensimismamiento y me condujo hasta la cocina para
bebernos unas cervezas. Ahogada la tensión se acercó y me susurró al oído unas
palabras desconcertantes: «Nunca imaginé
que me alegraría tanto de tener un hijo que sospecho no sea mío». Se fue y
yo me bebí otra cerveza por mi cuenta, pensando en que los hay afortunados. Y
ya estaba mediando la tercera cuando el hombre irrumpió de nuevo para insistir
en que nos quedásemos a cenar. Preguntó si me gustaba la comida china, pero
antes de que pudiese contestar abandonó la cocina haciendo un pedido desde el
móvil.
¡Ding-dong!
-
¡Abre tú, Gabi! —me dijo.
Me dirigí al umbral de
la casa y me topé con la pareja de vecinos que más había dado de qué hablar en
la urbanización. Lucían ya cabellos canos y un porte jorobado pero seguían
vistiendo igual de estrafalarios que siempre (supongo que se inspiraban en las
revistas de moda que recibían del extranjero y que pesan como el plomo). En la
urbanización son conocidos como Las Reinonas.
-
¿Quién es? —preguntó el hombre
desde el salón, cuando la pareja ya se había internado en la casa.
-
¡Feliz Navidad! —gritó la pareja al
unísono blandiendo sendas botellas de sidra.
Pero enmudecieron - como
mi mujer y este servidor con anterioridad - al descubrir lo que estaba
ocurriendo, circunstancia que yo aproveché para anunciarles que acababa de
nacer el primer niño de la urbanización. Inmediatamente después se presentó el
hombre para abrazarlos con efusividad (acabaría por saber que Las Reinonas eran
los amigos que les habían animado a alquilar la casa de los Portel).
-
¡Pasad! —gritó la mujer.
¡Ding-dong!
Ahora era el muchacho
africano que hacia los repartos de El Oriental. Al ir a pagar, imbuido por la
felicidad del acontecimiento, el hombre invitó también al joven a tomarse una
copa con todos nosotros.
Y ésa es la escena de
una Nochebuena que nunca olvidaré. Venus lucía poderosa a través del ventanal
bajo el que la mujer reposaba con el recién nacido en brazos, sobre un butacón
tapizado de pana color paja, y con mi esposa y la comadrona arrodilladas a
ambos lados. El hombre, justo detrás, descansaba una mano sobre el hombro de
ella, y Las Reinonas y el morenito se inclinaban ante el bebé para contemplarlo
mejor.
Apenas duró un
instante, pero esa natividad se grabo a fuego en mis retinas; me cautivó de
modo tal que tiendo a rememorarla casi obsesivamente, sin que al día de hoy,
siete años más tarde y a pesar de lo imaginativo que soy, haya dado con el
porqué.
¡Din-dong!
-
Abre tú, Gabi, que
será Jesusito.
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